La pugnacidad de la campaña electoral en su recta final impidió la discusión seria de un tema crucial que deberá ser resuelto por un gobierno de transición o alternativo y su bancada congresional: la adecuación institucional que viabilice la investigación y sanción de altos funcionarios, civiles y militares, y de particulares que actuaron con su aquiescencia, en la comisión de graves violaciones al derecho internacional humanitario y a los derechos humanos, que se han mantenido impunes judicial, social y políticamente y siguen detentando un inmenso poder.
Impedir esa posibilidad subyace a las amenazas veladas de desconocer un resultado electoral que sea adverso a los representantes de la vieja política tradicional. Su miedo real no es al programa de un gobierno alternativo, sino a la posibilidad cierta de que la administración de justicia y los órganos de control puedan actuar en condiciones auténticas de imparcialidad e independencia, con plenas garantías para todas las partes e intervinientes, incluidos ellos, evidentemente.
La imposibilidad de adelantar procesos de verdad, justicia y reparación no sólo se debe al gran poder de estos sectores, sino también a asuntos dogmáticos y probatorios del proceso penal y, sobre todo, al diseño, funcionamiento y capacidad institucional de los operadores de justicia.
Sobre el tema de nuestro interés, tan solo en materia penal, tienen responsabilidades las siguientes instituciones: en la jurisdicción ordinaria, la Fiscalía General de la Nación y los jueces, para particulares; la Corte Suprema de Justicia en sus salas de instrucción y juzgamiento, para algunos aforados y la Comisión de Investigación y Acusaciones de la Cámara de Representantes, para otros, entre ellos, el Presidente de la República: una verdadera entelequia institucional que ha sido funcional a la impunidad. En la jurisdicción transicional, además, operan 2 simultáneamente: la ley 975 de 2005, exclusivamente para desmovilizados de grupos al margen de la ley, principalmente paramilitares, y la Jurisdicción Especial para la Paz, concebida inicialmente para todos quienes tuvieron participación en el conflicto, pero cuyo espíritu fue distorsionado en forma grave y en la práctica su competencia personal se redujo casi exclusivamente a ex integrantes de las FARC EP y algunos pocos militares. Así mismo, un obstáculo enorme para el acceso a la justicia ha sido la ruptura entre las jurisdicciones transicional y ordinaria, por la falta de competencia de la primera para investigar y juzgar a los no combatientes, y quedar limitada a compulsar copias a la segunda, lo que ha redundado en el estancamiento de los procesos. Así fue en desarrollo de la ley 975 y lo será también en la JEP[1].
Ahora bien, la posibilidad de garantizar el acceso a la justicia de las víctimas, el esclarecimiento de la verdad de lo ocurrido y la sanción de los responsables, tiene que hacerse necesariamente en el marco de las justicias transicional y restaurativa. Eje sustancial de los dos modelos es la reconciliación, la necesidad de superar el pasado y buscar un equilibrio entre las exigencias de justicia y paz, para evitar la repetición de hechos atroces: la administración de justicia para estos grandes infractores no podrá ser ni adversarial en lo procesal, ni punitivista en la sanción. A estos sectores se les debe hacer partícipes de un verdadero proceso transicional. Igual que a los demás actores del conflicto y generadores de violencia. Esto no implica, en absoluto, la continuación de la impunidad y olvido de lo ocurrido.
Para ello, debe valorarse la reestructuración de las dos jurisdicciones transicionales vigentes para que funcionen como una sola, en una suerte de Jurisdicción Transicional Única: los actuales comparecientes de la 975 deben poder hacerlo ante la JEP, adquiriendo los compromisos allí establecidos y recibiendo los mismos beneficios. Demostrada la ineficiencia de las compulsas de copias, esta Jurisdicción Transicional Única debe tener la competencia personal para investigar todas las delaciones en contra de terceros surtidas en las versiones de las que tenga conocimiento. Para ello, se deben crear dos Salas Especiales: una que tenga competencia personal para conocer de los delitos cometidos por aforados constitucionales, incluidos los Presidentes de la República; y otra de competencia preferente para conocer de las graves violaciones a los derechos humanos e infracciones al DIH cometidas por particulares. Finalmente, deben tener cabida allí las organizaciones criminales sucesoras del paramilitarismo, el crimen organizado y las bandas del narcotráfico que se sometan colectivamente; y los grupos armados que suscriban acuerdos de paz con el Estado colombiano.
De esta manera, garantizando los derechos de las víctimas, podríamos transitar hacia un país en paz y en democracia. Por primera vez en nuestra historia es posible.
[1] Sin embargo, debemos constatar que esa ruptura entre lo transicional y lo ordinario también está relacionada con las autoridades encargadas de investigar y juzgar al momento de las compulsas de copias: consecuencia de delaciones de paramilitares en la 975 fue la apertura de investigaciones contra aforados constitucionales conocidas por la Corte Suprema y que terminaron en sentencias, lo que no ha sucedido cuando las instituciones encargadas de conocer los procesos son la Fiscalía o la Comisión de Acusaciones, la más perversa de todas.
*La presente columna no compromete la posición editorial del CIPADH