Creamos los dioses y hasta a Dios, para ser sus criaturas, sus perros. Para lamerlo y cuidarlo con ferocidad, para tener un amo absoluto desde el cual poder justificar nuestro odio a nosotros mismos y a los otros; para tener a quien darle todo nuestro amor, mezquinando el que podríamos compartir con los demás, y sobre todo…, con las demás. Queremos ser los perros del señor, «domini canis». Incluso hay una orden religiosa, los Dominicos –muy importantes en la inquisición–, de la que se discute si fue de allí que tomó su nombre.
Con la modernidad, el capitalismo entró a los templos, arrinconó a los dioses y ubicó el dinero en el altar. Así creó el único y más absoluto monoteísmo: su reino es el de la globalización y a él rinden tributo y adoración, pagamos, ateos y creyentes de todas las pelambres y todas las iglesias; gringos, rusos, europeos y sobre todo, los chinos. Casi todos estamos sometidos inexorablemente a sus rayos celestes: el crecimiento, la acumulación (cada vez más y más, cada vez en menos manos) y el «éxito» (tienes que alcanzarlo a cualquier precio).
Por eso cuando la ministra de minas habló de la exigencia de buscar, no el crecimiento, sino el decrecimiento…, ahí fue Troya, quién dijo miedo: le cayeron con todo. ¡Tocaron a Dios! ¡La ministra se metió con lo más sagrado! ¿Acaso osa amenazar lo más divino? ¿Qué se habrá creído esta hereje?: «¡Quémenla por apóstata, por perjura!», gritaron los más odiosos; «fue un lapsus, un error, perdónenla», exclamaron los más benévolos. Se equivocó por falta de experiencia: ¡nadie puede proponer dejar de crecer!
En efecto la ministra se metió con lo más sagrado de la sociedad contemporánea, tal vez con lo único sagrado que hoy en día logra el ideal de la ciencia: la universalidad. La ministra le hizo un agujero al TODO del capital, le introdujo una falla: no toda acumulación por sí es benéfica. Llevamos décadas «creciendo» –salvo contados años– y lo que aumenta es la miseria de millones y la ultra riqueza de un centenar de maga ricos, lo que crece es la inequidad…, a niveles inhumanos, indignos. Es ese crecimiento que se pretende sin falta, sin límite, que desconoce los derechos y la responsabilidad que tenemos con las generaciones que vienen –para que logren venir–; es eso lo que recalienta la tierra, es el consumo desbocado que nos quema, prende bosques e inunda países enteros aquí y allá. Es la explotación sin límite, de la naturaleza, de los demás y de nosotros(as), la que cada uno y cada una se impone o acepta, a la que nos consagramos, lo que produce el «crecimiento», lo que nos hace arder, lo que nos consume.
Pensar en decrecer no es una novedad en las teorías económicas. Acá mismo, en el Externado, Thomas Piketty planteaba reparos al ideal del crecimiento y otros importantes economistas han propuesto modelos que no se centran en el PIB, sino en otros criterios que relacionan las necesidades de las comunidades, el impacto ambiental y otros factores. Incluso hay investigadores que trabajan seriamente sobre la posibilidad –¡qué injuria!– de poner un tope a la acumulación, y eso, al interior del mismo capitalismo. En Colombia sabemos dolorosamente a que niveles de oprobio nos llevó poner en el centro un indicador de crecimiento: los llamados falsos positivos fueron en parte su producto, había que producir cadáveres, subir las cifras, sacar el plus, el plus.
A otro nivel, aparentemente distante pero en el fondo muy ligado al económico, nuestros consultorios están repletos de personas que no aguantan más el imperativo del éxito. Producen sus síntomas como una objeción al mandato sádico del crecimiento, de lograr el éxito a como dé lugar. Sus síntomas –ansiedad sin límite, pérdida de sentido de todo, ataques de pánico, anorexias, bulimias, adicciones de todo tipo, sensación constante de tener un agujero en el pecho, del vacío, etc.– son al tiempo una forma inconsciente de rebelarse contra el molino en el que son molidos: el destino de ser el mero objeto del éxito puesto en el lugar del ideal, que con una voz insensata y una mirada vigilante, los acosa a diario, robándoles los sueños que no se atreven a soñar desde su propio deseo.
Esa es la verdadera pandemia: creced y consumid hasta que alcancéis el éxito (hasta que os consumáis gozando, como la polilla con la bombilla que la encandila) Si no, si te resistes o si tus síntomas te impiden marchar al ritmo del crecimiento esperado o de la belleza ordenada, ya lanzaremos tras de ti la jauría encabezada por algunos periodistas, por el coro ensordecedor de la opinión pública, bien privatizada por los magnates que suman las cuentas al final de cada jornada, porque para ellos no hay mañana.
1 comentario en “La Ministra, el dios y la jauría”
Excelente. Bien orientador. Lleno de figuras que retratan el momento de este realismo mágico