Autores/organizadores del taller: CIPADH o Centro de Investigación y Acción para la Paz y los Derechos Humanos en Bogotá y CIVAD o Centro para el Estudio de las Economías Ilícitas, la Violencia y el Desarrollo en SOAS – Universidad de Londres. Nota: este trabajo fue financiado a través de una UKRI Consolidator Grant.
Julio 2023
A principios de este año, el 5 de mayo, veintiséis personas interesadas y expertas se reunieron para debatir sobre drogas, desarrollo y consolidación de la paz en Colombia. El taller consistió en debates en pequeños grupos por la mañana, seguidos de una sesión plenaria por la tarde, y se organizó en torno a tres preguntas sobre las tensiones y compensaciones entre las diferentes políticas dentro de estas tres grandes áreas. Más concretamente, se pidió a las y los participantes que debatieran la aplicación del concepto de trilema a estas áreas, o la idea de que los objetivos de las políticas de paz, drogas y desarrollo entran en conflicto y que es imposible alcanzar los tres simultáneamente[1].
Entre los participantes se encontraban: líderes y lideresas campesinas, afrodescendientes e indígenas de diferentes partes del país, representantes de ONG nacionales e internacionales y de centros de investigación, funcionarios del Programa Nacional de Sustitución de Cultivos – PNIS, de la Agencia Nacional de Tierras y de la Secretaría Distrital de Salud, miembros de los equipos técnicos de algunos senadores, funcionarios de las embajadas británica y francesa y expertos académicos/activistas. Este documento comparte algunos de los contornos y conclusiones de estos debates.
Anteponer la paz
Parece haber consenso en que superar o al menos gestionar el trilema requiere un cambio urgente de la política de drogas. «El prohibicionismo está afectando negativamente a la paz», comentó un participante. Todas las personas asistentes coincidieron en lo inadecuado de la actual política de drogas, aunque se centraron en problemas diferentes. Uno de ellos fue la injusticia de una política que «criminaliza la coca pero no el hambre» y que persigue y estigmatiza al campesinado. Vinculado a esto, hay una crítica al énfasis del gobierno en la erradicación forzosa de los cultivos de coca, que según un participante está en la raíz del trilema, ya que es esta política específicamente la que genera violencia y retrocesos en el desarrollo dentro de los territorios productores de coca. Otro comentarista se centró en las premisas erróneas de la política de drogas: que el problema es moral, que estos cultivos son necesariamente malos y que el narcotráfico es la fuente de todos los problemas en Colombia. Del mismo modo, un funcionario señaló que es un error esperar que la política antidrogas resuelva todos los problemas de Colombia, pero que es justo esperar que la política antidroga no empeore las cosas.
Aunque los participantes parecían estar de acuerdo en que la paz es más importante que el control de las drogas, durante los debates se prestó menos atención a las políticas de consolidación de la paz que a las de lucha contra las drogas y desarrollo. Un comentarista señaló que a la gente no le gusta hablar de «seguridad» en concreto porque existe la idea de que se trata de militarización. «Tenemos que resignificar la seguridad y debatirla porque es urgente en los territorios».
A raíz de esto, un punto de discordia fue en torno a la naturaleza de la inseguridad que enfrentan las personas. Algunos líderes sociales insinuaron que otros participantes estaban minimizando o ignorando erróneamente la violencia ejercida por los actores legales o gubernamentales. Del mismo modo, al menos una participante se opuso a la representación institucional de los actores armados ilegales como agentes externos; donde la persona vive, son miembros de la comunidad: amigos, familiares o vecinos. A pesar de algunas incongruencias, quedó claro un patrón de pensamiento: es un error intentar construir la paz y abordar las cuestiones de seguridad a través de las políticas de drogas existentes (prohibicionistas).
Basarse en visiones locales de la paz y el desarrollo
Una de las cuestiones fundamentales que se planteó en los debates fue: ¿qué entendemos por desarrollo? No todo lo que se denomina «desarrollo» es positivo desde todos los puntos de vista ni para todo el mundo. Las líderesas y los líderes sociales, en particular, expresaron su consternación por el tipo de desarrollo que ha promovido el gobierno colombiano durante décadas. «¡Para las comunidades indígenas y campesinas la economía extractivista es la economía ilegal!», dijo alguien, señalando que economías como la explotación petrolera, no habían contribuido a sustituir o reemplazar la economía de la droga. Al menos dos participantes propusieron un modelo de desarrollo basado en la soberanía alimentaria. Esto implica la diversificación de la producción y que las comunidades gestionen sus propias economías. El mensaje principal, sin embargo, fue el rechazo al desarrollo impuesto desde arriba y desde afuera.
Los participantes en el taller reiteraron la importancia de las visiones locales de la paz y el desarrollo. Las personas tienen valores e ideales diversos y existen diferencias entre territorios, incluidas las étnicas, campesinas, etáreas, de género entre otras, que configuran formas de ser culturales y psicológicas. Por eso no funciona importar o replicar políticas de otros contextos. Incluso el trilema drogas-desarrollo-construcción de la paz se manifiesta de formas específicas según las diferencias regionales, locales, étnicas y campesinas. Las políticas deben basarse en la comprensión y el respeto de estas diferencias.
¿Cómo construir políticas basadas en visiones locales de paz y desarrollo? Varios participantes abogaron por el fortalecimiento de las organizaciones locales que pueden proporcionar un cierto grado de autogobierno, especialmente las Zonas de Reserva Campesina, los Resguardos/Cabildos Indígenas y los Consejos de Comunidades Negras. Como subrayó un líder, estas organizaciones ya están «gobernando» y haciendo su propia «planificación territorial», pero necesitan más apoyo. También se mencionó en múltiples ocasiones la importancia de la titulación colectiva de tierras para estos procesos organizativos locales. Aunque la atención se centró principalmente en los planes de desarrollo participativos y locales, también surgieron cuestiones relacionadas con la paz y la seguridad; por ejemplo, algunos ven un papel para las «guardias» campesinas, indígenas y cimarronas o de comunidades negras, que -entre otras funciones- pueden actuar como interlocutores en momentos de crisis.
También se reconocieron las dificultades de la participación. Las lideresas y los líderes sociales comentaron experiencias en las que se suponía que sus comunidades participaban en la toma de decisiones, pero en realidad sus voces no se tenían en cuenta. Uno comentó que el gobierno tiende a recurrir a las mismas organizaciones sociales y que éstas no son representativas. No obstante, y a pesar de las dificultades, hubo un amplio acuerdo sobre la necesidad de participación: que las políticas de drogas, desarrollo y consolidación de la paz sean construidas por sus principales interesados. Como dijo una participante: «Las políticas pensadas desde los despachos de EEUU, Bogotá o la Unión Europea no funcionan. Las soluciones tienen que venir de los territorios en cuestión para que sean eficaces».
Los costes y fracasos de los programas de sustitución de cultivos y la necesidad de una reforma agraria
En las condiciones adecuadas, las personas campesinas cultivadoras de coca preferirían abandonar la economía de las drogas ilícitas. «A los campesinos no les gusta trabajar en la ilegalidad, el riesgo y el estrés de la economía de la coca», explicó un participante. Así pues, hay voluntad de cambio, pero -hasta la fecha- los programas de sustitución no han creado las condiciones adecuadas. No han sido sostenibles.
Una de las participantes ofreció un ejemplo de un programa de sustitución insostenible: el conflicto armado continuó, la pobreza empeoró, la seguridad alimentaria empeoró y muchos se vieron obligados a desplazarse. El problema, dijo, fue que el programa se centró mucho más en erradicar la coca que en lograr el desarrollo. Otro habló de cómo la gente sustituyó su coca por otros cultivos, pero luego se encontró con que no había compradores para este producto y que era demasiado difícil y costoso de transportar debido a la falta de carreteras. También se mencionó cómo los programas de sustitución habían expuesto a las lideresas y los líderes sociales a mayores riesgos. En resumen, hubo un acuerdo en que «la sustitución genera costos para las comunidades». Y estos costos no suelen ser tenidos en cuenta ni comprendidos por quienes diseñan las políticas.
Los participantes hicieron varias recomendaciones a gobiernos y donantes, en concreto en lo que se refiere a los programas de sustitución y desarrollo alternativo (DA):
i. promover asociaciones/cooperativas y centrarse en proyectos productivos colectivos, en lugar de en hogares individuales (aunque un participante advirtió de que esto podría generar conflictos, sobre todo si se utiliza para forzar u obligar a la gente a unirse a asociaciones)
ii. formar y apoyar a las comunidades para que puedan elaborar sus propios planes de desarrollo y dotar de infraestructura y bienes públicos a los territorios para la garantía de derechos
iii. firmar acuerdos de erradicación/sustitución con comunidades y colectivos en lugar de con individuos u hogares
iv. diseñar programas de sustitución a largo plazo, no para lograr objetivos de erradicación a corto plazo
v. la sustitución debe ser gradual: nadie debe tener que erradicar su coca antes de que existan alternativas o antes de que se fortalezcan las economías locales, de modo que se eliminen las condiciones que empujan a la gente a cultivar plantas ilícitas
vi. abordar los derechos sobre la tierra y la propiedad (sin esto, la sustitución no tendrá éxito)
De todas las recomendaciones, el punto ii fue el más reiterado de diversas formas. Los participantes coincidieron en que las comunidades y familias implicadas deben tener poder de decisión y sentir como propios los proyectos en cuestión, incluidas las metodologías para llevarlos a cabo. Esto también garantizaría la alineación entre los proyectos de sustitución y el modo de vida/la visión del desarrollo de los campesinos, que era una preocupación clave. Al menos dos participantes llevaron el argumento de la participación un paso más allá y añadieron que los recursos de sustitución/AD deberían ser gestionados directamente por las organizaciones comunitarias sin la interferencia de intermediarios. Aquí se produjo una ligera tensión con otra recomendación: algunos participantes abogaron por centrar los esfuerzos y los fondos en problemas de mayor envergadura, como las infraestructuras inadecuadas (lo que podría implicar una contrapartida en términos de dedicar menos dinero a las organizaciones de ámbito comunitario), señalando que los proyectos productivos y las transferencias monetarias no resuelven los problemas de fondo.
Como continuación de lo anterior, uno de los temas dominantes durante el taller fue la necesidad de una reforma agraria integral. Esto incluye mejoras en las infraestructuras, como carreteras y acueductos, distritos de riego y en los servicios públicos, como la educación y la sanidad. También incluye programas de (re)distribución, titulación y formalización de tierras.
Como explicó un participante: las victorias en la política de drogas no resolverán los problemas agrarios más profundos del país. Aunque se supriman para siempre las fumigaciones y se logre la sustitución voluntaria de la coca por otros cultivos, los problemas agrarios subyacentes seguirán ahí. Por ejemplo, persistirán los conflictos por la tierra y la inseguridad alimentaria vinculados al extractivismo y al uso de la tierra para la ganadería extensiva.
El acuerdo de paz de 2016 prometió combinar las políticas de control de drogas con iniciativas más amplias de reforma rural. Pero esto no ha ocurrido en la práctica. Al discutir por qué ha sido así, se hizo mucho énfasis en la falta de coordinación entre las diferentes entidades gubernamentales. Se insistió en que la integración y la articulación institucional son necesarias para el éxito de las políticas en general.
Legalización: un camino lleno de riesgos
La legalización y la regulación fueron temas recurrentes en los debates. El debate tuvo dos vertientes. Una se refería a la posibilidad de crear industrias legales no recreativas de coca y cannabis o lo que alguien denominó «sustitución de usos ilícitos por lícitos». Algunas comunidades campesinas e indígenas ya tienen experiencias con productos como el té de coca o los aceites de cannabis para el dolor muscular. Sin embargo, uno de los participantes advirtió que para convertir esto en una política más amplia sería necesario crear mercados en el extranjero. La política de «coca sí, cocaína no» no funcionaría en Colombia, argumentó, porque el mercado nacional no es lo suficientemente grande como para absorber toda la coca que se produce actualmente. Otro señaló que el desarrollo de un mercado legal de coca no reducirá la producción y el consumo de cocaína.
La otra rama del debate se centró en la legalización total, incluido el uso recreativo. Algunos se mostraron más escépticos que otros acerca de las ventajas. Como dijo un participante: «cuando legalizas el negocio, acabas con el negocio de los pequeños participantes, el negocio se monopoliza». Pero curiosamente ningún asistente adoptó una postura activa y abierta contra la legalización.
En cuanto a la legalización del cannabis, varios participantes la presentaron como una certeza futura para la que Colombia debe prepararse y sacar el máximo provecho. Mencionaron la propuesta legislativa para regularizar el consumo de cannabis por adultos, que pasó al sexto de ocho debates en el Congreso en las mismas fechas del taller.
En cuanto a la regulación de la coca y la cocaína, parecía haber acuerdo en que es algo por lo que hay que luchar. Para muchos, es la vía para alinear las políticas de drogas, desarrollo y construcción de la paz. Pero la presión internacional a favor de la prohibición impide este alineamiento. Como dijo un participante: «tenemos que tomarnos en serio la legalización y la regulación. No podemos seguir permitiendo que los extranjeros determinen la política». Además de favorecer la consolidación de la paz y reducir los daños al desarrollo, hubo cierto optimismo en que la legalización -y el crecimiento de los mercados de cannabis medicinal y recreativo, coca e incluso cocaína- podría traer oportunidades económicas a Colombia y convertirse en una fuente de transformación económica.
La legalización/regulación no sólo son potencialmente beneficiosas para la consolidación de la paz y el desarrollo, sino también necesarias para abordar los problemas asociados al consumo. «La gente consume coca y marihuana porque les da placer y les ayuda a socializar, entre otras razones» – subrayó el experto en salud pública. «Tenemos que reconocerlo y apoyar a organizaciones como Échele Cabeza, que educan a las personas que consumen, ayudándoles a comprender los riesgos, al tiempo que reconocen que el consumo es una realidad y que tenemos que aprender a convivir con las drogas porque están aquí para quedarse».
A pesar del aparente entusiasmo compartido por la legalización, hubo, sin embargo, al menos dos advertencias. En primer lugar, si el gobierno promueve o permite la monopolización del mercado legal, no se podrá superar el trilema drogas-desarrollo-paz. Y, en segundo lugar, «la legalización y la regulación generan nuevas tensiones y compensaciones» que debemos tener en cuenta.
¿Qué papel debe desempeñar la comunidad internacional?
Una de las preguntas del taller se refería al papel de la comunidad internacional a la hora de ayudar a Colombia a gestionar el trilema drogas-desarrollo-construcción de la paz. La necesidad de luchar por una mayor soberanía en la política de drogas fue un tema clave. Como dijo un participante: «Las políticas del gobierno se basan en demandas externas más que en necesidades internas y, como resultado, el país nunca ha tenido una política antidroga seria, lo que significa limpiar las fuerzas públicas [armadas del gobierno] y abordar el enriquecimiento de aquellos con poder económico». Otro comentó: «El gobierno colombiano diseña sus políticas de sustitución como una forma de rendir cuentas a EE.UU. pero no para atacar las causas estructurales» de los problemas del país. Varias personas sugirieron que la imposición de la prohibición a nivel internacional es un obstáculo para la paz en Colombia. Hubo preguntas sobre el grado de obligatoriedad de los convenios internacionales.
El mal uso de los fondos internacionales también salió a relucir en las tres mesas de debate. Por un lado, la mayor parte de este dinero se destina a esfuerzos de erradicación y militares en lugar de al desarrollo comunitario. Y, por otro, el dinero que sí se canaliza hacia el desarrollo tiende a «malgastarse» en intermediarios y en proyectos inconexos que no son sostenibles a largo plazo. Existe un sentimiento compartido de frustración por el papel de los intermediarios. Algunos argumentaron que estos fondos se utilizarían mejor si se canalizaran directamente hacia las organizaciones comunitarias. Sin embargo, al menos un participante pidió a sus colegas que introdujeran más realismo en el debate, que reconocieran que las inversiones internacionales pueden obedecer a intereses económicos y políticos y lo resumió en la frase «quien pone el dinero elige la agenda».
También se habló de los papeles positivos que ha desempeñado y puede desempeñar la comunidad internacional, en términos de exigir responsabilidades al gobierno colombiano y de mediación/seguimiento de las negociaciones y acuerdos con los grupos armados. Los participantes pidieron a la comunidad internacional: un diálogo abierto, que incluya a actores con puntos de vista diferentes; una escucha atenta de los complejos problemas a los que se enfrenta Colombia; más esfuerzos por comprender las dinámicas y particularidades locales y regionales, en lugar de tratar a Colombia como un país homogéneo; más énfasis en la defensa del medio ambiente, pero a través de soluciones concertadas basadas en la comprensión de las relaciones entre las diferentes comunidades y la naturaleza, en lugar de soluciones impuestas desde el exterior; y la asignación de fondos internacionales en función de las necesidades de la comunidad (por ejemplo, dando prioridad al empleo local) y en coordinación con las comunidades y los organismos locales de planificación.
Puntos de desacuerdo: cuestiones morales e impactos globales de la economía de la droga
Los principales puntos de controversia fueron la moralidad de la implicación en la economía de la droga, sus repercusiones en Colombia y, especialmente, las implicaciones del cultivo de coca para el desarrollo.
En cuanto a la primera cuestión, algunos se opusieron al moralismo predominante. Uno incluso afirmó que las tensiones entre paz, desarrollo y políticas de drogas derivan de la insistencia en tratar la producción/tráfico y el consumo de drogas como cuestiones morales. Mientras tanto, otros argumentaron a favor de distinguir entre coca y cocaína, incluso por motivos morales. «La coca es salud, la cocaína es enfermedad», dijo una lideresa indígena. Al parecer, entre estos participantes existía la voluntad de apoyar la legalización, pero no de promover la aceptación social de determinadas formas de consumo de drogas.
El impacto global de la economía de la droga fue un tema aún más controvertido. Algunos participantes destacaron aspectos positivos como que el cultivo de coca ofrece a los campesinos y las campesinas la posibilidad de ganar lo suficiente para ahorrar y que la economía de la droga en su conjunto ha permitido la movilidad social en el país. Un líder social lo rebatió, señalando que en su territorio muy pocos cocaleros han podido mejorar sus vidas. Otros no negaron necesariamente las ventajas de la participación en la economía de la droga, pero sugirieron que éstas se veían superadas por los problemas que ha causado, sobre todo en términos de violencia asociada, pero también en términos de impactos culturales, como que los jóvenes esperen trabajar menos horas por la misma cantidad de dinero o que pierdan interés en la educación debido a los ingresos que ofrece la economía de la coca. Al menos dos participantes criticaron cómo el monocultivo de coca había provocado inseguridad alimentaria cuando los agricultores abandonaron los cultivos de pancoger. Sin embargo, se cuestionó la generalidad de este problema, ya que otra lideresa social afirmó que la producción de coca se ha combinado bien con los cultivos de subsistencia en su zona.
¿La economía de la droga de quién?
Por último, se reflexionó sobre cómo los debates del propio taller tendían a reproducir y reforzar el statu quo centrado en los cultivadores de coca. La economía de la droga, recordó un participante, es un negocio rentabilizado por la prohibición que beneficia a distintos actores, incluidos los que trabajan en instituciones gubernamentales. El tema de la corrupción y sus vínculos con el tráfico surgió en repetidas ocasiones. En términos más generales, se hizo hincapié en el hecho de que las élites económicas y políticas son las que más se benefician de la economía ilícita, mucho más que los campesinos. Por último, más allá de la injusticia de la desigual distribución de costos y beneficios, está la compleja relación entre las economías legales e ilegales. Un participante calificó esta relación de «puerta giratoria», que «crea su propio conjunto de tensiones que rara vez se discuten».
¿Hacia dónde vamos?
En conclusión, a pesar de los puntos controvertidos durante los debates del taller, hubo acuerdo en que el problema de fondo que subyace al trilema drogas-desarrollo-construcción de la paz en Colombia es el control prohibicionista de las drogas. Los objetivos y estrategias políticas relacionados -como lograr coca cero mediante la erradicación forzosa- son a los que hay que renunciar. Tanto a través del entusiasmo vocal como de la aceptación tácita, parecía existir un entendimiento compartido de que la regulación legal de las economías del cannabis y la coca es una necesidad ineludible. También hubo una clara convergencia sobre la necesidad de construir la paz y el desarrollo desde la base, a través de procesos que pongan a las instituciones comunitarias al timón, y en el contexto de una reforma agraria más amplia. En este sentido, los debates futuros deben centrarse en dos áreas: (1) la mejor manera de lograr en la práctica el desarrollo local participativo y la consolidación de la paz, junto con la reforma agraria nacional; y (2) la mejor manera de regular legalmente el cannabis y la coca/cocaína, de forma que se minimicen las tensiones asociadas y las posibles compensaciones.
[1] https://drugs-disorder.soas.ac.uk/wp-content/uploads/2021/01/Policy-brief-trilemma-final.pdf o https://www.sciencedirect.com/science/article/abs/pii/S0955395921000141