El conflicto en la Universidad Nacional no es de ahora, no se reduce a la fraudulenta escogencia de un rector ni al berrinche del candidato que obtuvo una histórica mayoría en la consulta a la comunidad académica, como lo han tratado de presentar la mayoría de los medios de comunicación. Es de vieja data, y lo que allí está en juego es nada más y nada menos que la supervivencia de la más importante institución universitaria del país y de la educación pública en nuestras universidades.
Desde el ilegítimo “rector” Peña, auto posesionado en un claro abuso de poder, pasando por Dolly Montoya, Mantilla, Wasserman, Palacios y Moncayo, tal vez con la sola excepción de Mockus que creó un concurso para proveer 250 nuevos cargos, ningún rector ha hecho nada por ampliar la planta docente de la Universidad Nacional, congelada hace más de cuarenta años. Un profesor del departamento de Geografía anotaba que seguramente, uno tras otro y otra, esperaban a que el calentamiento global la descongelara. Todos han acatado ciegamente el encargo de los gobiernos neoliberales: profundizar cada vez más la privatización: un buen grupo de docentes convertidos en vendedores de servicios académicos, lobistas caza proyectos para suplir el déficit económico de la universidad, al tiempo que bonifican y aumentan su ingreso personal y su prestigio; los decanos, desprovistos ya de cualquier rasgo académico, transformados en gerentes.
El Consejo Académico, asiento de decanos y decanas, pasó de ser un foro de discusiones y acuerdos de políticas académicas a una rueda de negocios a merced del rector o la rectora de turno, y del mercado. Los representantes de los profesores y de los estudiantes en los cuerpos colegiados, sumidos en peleas mezquinas, en el desprestigio de estos cargos que languidecieron ante la desidia de sus comunidades, ante la falta de participación, expresión más radical de la verdadera privatización; a pocos les interesa lo que ocurra en esas instancias, devenidas antros burocráticos. Esa negligencia de profesores y estudiantes frente a estos cargos de representación fue lo que llevó a que en esta ocasión los dos representantes en el Consejo Superior, el de profesores y la de estudiantes, traicionaran el sentir de sus representados y votaran del lado del mercado. Hace algunos meses una decana se quejaba en el Consejo Académico de que se expusieran conceptos complicados y pedía que por favor, no se pusieran con bobadas y hablaran allí sin referencias académicas y en términos prácticos; ¡en plata blanca!, digamos. Lo decía con desafiante orgullo en este supuesto espacio del conocimiento, y los demás decanos asentían con una sonrisa.
En este modelo de institución poco y nada interesa el saber, menos el saber hacer, ni el “saber de todo” —que antaño convertía en ilegítima, toda ignorancia en la Universidad—. Allí impera el “todo saber”, es decir, la mas terrible burocracia (Lacan). Es la materialización del nuevo amo, del más burdo y radical “discurso universitario”, que ejerce a rajatabla la descomunal fuerza de su poder y elimina la posibilidad de participación de quien entre estudiantes y profesores se resista a ubicarse como objeto. Por eso no es raro que esta crisis se exprese, no en discusiones sobre los modelos de universidad o de educación pública que están en juego en las propuestas de uno u otro candidato, o sobre las necesidades del país, o sobre la pertinencia de tal o cual proyecto educativo, o sobre el papel de la universidad o de la ciencia en la crisis de la humanidad que vivimos, sino en el restringido campo de los alegatos jurídicos del parágrafo, el inciso, el decreto, sacándole el cuerpo a la ley y a la verdad, tras la rastrera manipulación de las leyes, desconociendo los mismos fundamentos jurídicos y los principios que hay detrás de ellas. Se trata de vivir esto en el puro campo de la burocracia, enredándola cada vez más. De espaldas a buena parte de la comunidad de la Nacional, que hace años viene pidiendo espacios de participación, posibilidades democráticas, que se escuche su voz.
A esa universidad-burocracia han querido reducir a la Nacho. A punta de leguleyadas y “jugaditas” quieren conservarla bajo su dominio, haciendo un uso amañado del saber, muestra de la concepción que en general tienen de él, para explotar de la mejor manera esa originaria relación entre saber, muerte y goce, para no dejar resto alguno y abolir así las diferencias.
Hace casi diez años, en el 2015, en medio de un paro de los trabajadores de la U.N. en el que bloquearon el acceso a los edificios, un estudiante me escribió para preguntarme si acaso yo no iba a seguir dando mis clases en “un lugar externo a la universidad”. Hoy, pensionado hace dos años, después de casi cincuenta de vinculación como estudiante y como profesor, pero interesado en los destinos de la universidad, me permito copiar acá parte de mi respuesta al estudiante de entonces, creo que deja ver que ya en ese momento la crisis era aguda y que no ha hecho más que profundizarse.
Tenemos que actuar para que ese libro griego de la risa no siga privatizado al servicio del solitario goce oculto de un monje ciego —o de una camarilla de decanos devenidos vicerrectores y luego rectores— mientras los monjes que osan pasar sus páginas y saborear su lectura mueren envenenados en los bajos de la gran biblioteca privada, como bien lo escribió Humberto Eco. Sólo una universidad pública, participativa, democrática y deliberante puede garantizar la circulación del saber, contribuir al bien común y a que no sea reducido a una herramienta mortífera o a una mercancía para el lucro de unos pocos.
En una entrevista con María Jimena Duzán, el ex rector Wasserman mostraba como prueba del carácter político y no académico de esta protesta de los estudiantes, su consigna “por la retoma de las residencias”. De verdad profesor Wasserman, ¿usted todavía cree que la academia puede existir sin política? ¿cree que puede excluirse de ella a la risa? ¿no leyó nunca el grafiti que había frente al edificio donde estaba su oficina de rector, en el viejo edificio de las residencias universitarias, usurpado sí por la burocracia? Ese letrero decía: “señor rector: usted está despachando desde mi dormitorio” ¿Acoso no es eso cierto? ¿No es justo restituir algo de ese espacio del sueño, despojado a las juventudes por la burocracia? Creo que así hayan pasado cuarenta años, señor Wasserman, ese reclamo sigue siendo válido. Estamos en deuda, es necesario reconocerlo. Apoyo entonces la realización de una constituyente universitaria.
“Respuesta a un estudiante que ante el paro de los trabajadores de la universidad y los bloqueos, me pregunta si yo voy a continuar mis clases ‘en algún lugar externo a la universidad’:
Estimado Carlos, muchas gracias por sus correos. La mayoría de los profesores y de los estudiantes nos aislamos más en estos momentos de paro y pocos intentan hablar de lo que pasa. Las asambleas o las reuniones amplias de profesores cada vez reciben más críticas y son más lánguidas, y hasta la discusión por correos difundidos masivamente ha molestado a muchos; algunos han llegado a pedir que los borren de esas listas. Como verá, en el texto que sigue intento muy rápida y coloquialmente mostrar, desde mi perspectiva personal, que esto es una manifestación de un problema mucho más amplio y profundo que tiene que ver con la privatización de la universidad, comenzada hace varios años.
No es difícil admitir que las reivindicaciones de los trabajadores tienen origen en los grandes problemas de ese proceso: disminución radical de la planta de empleados, tercerización, plantas paralelas, trabajadores contratados por ordenes de prestación de servicios, pero que sin embargo laboran en horarios y jornadas continuas, fijas y con cargos específicos que los harían, según la legislación laboral, merecedores de contratos a término indefinido, de cargos de planta. Lo mismo ocurre con los docentes, la mayoría de los cuales son “ocasionales”, tienen contratos por horas y solo por cuatro meses: hora dictada, hora pagada, sin más. No se incluye tiempo para preparar clase o para atender estudiantes, mucho menos para investigar. La planta docente lleva años sin aumentar un solo cupo, mientras por el otro lado ha habido un aumento exponencial del número de estudiantes, de carreras, de posgrados y de actividades de investigación y de extensión.
Lo que tal vez sea más difícil de notar, y mucho más de admitir, es que la propuesta que usted insinúa y que han adoptado algunos profesores —la de continuar las clases “en algún lugar externo a la universidad”—, es un paliativo que profundiza la privatización, es una expresión de ella.
Seguro muchos tienen razones distintas para implementarla y otros consideran que esta es una forma de mantener abierta la universidad y de cumplir su deber, pero me parece que en la mayoría de los casos la privatización ronda esta salida. De hecho, me atrevo a afirmar que hoy en día buena parte de la Universidad Nacional es, paradójicamente, “un lugar externo a la universidad”, aún cuando ese lugar o esas actividades se desarrollen dentro del campus, o dentro de los planes de estudios de programas oficiales de la universidad. Hemos permitido que nuestra universidad, pública y nacional se convierta en un lugar externo, privado y ajeno, en pasto del mercado. Hemos incluido dentro de la universidad y dentro de cada uno de nosotros, de manera silenciosa, un lugar privatizado que la devora.
El sometimiento a las demandas del mercado hace “externos” esos trabajos, ajenos, sin conexión con la docencia ni con la investigación; es decir, ese sometimiento enajena el trabajo de la universidad. El “sálvense quien pueda” que subyace a esta propuesta, o el“acá yo con mi trabajo y allá usted con el suyo” o “acá yo con mi deber y mi derecho, y allá usted con los suyos”, implica reproducir la indiferencia y la propagación de las “soluciones privadas” para los problemas comunes, práctica que tanto mal le ha hecho al país y que contribuyó a la perpetuación del conflicto armado: que cada quien busque como continuar y hacer como si nada estuviera pasando. Esta práctica se instauró hace tiempo en la Universidad Nacional, y es una de las expresiones de la forma más sutil, pero más efectiva de privatizarla.
No se trata ya de acciones burdas como congelar la planta docente o eliminar buena parte de los cargos de la planta de empleados administrativos, ni de cerrar cafeterías, residencias, servicio médico y atención psicológica estudiantiles. Todo eso se hizo, es cierto, pero esa no es la parte profunda ni la más peligrosa de la privatización; ni siquiera la de comenzar a vender parte del campus, hacia donde ya se avanzaba. La andanada más eficaz de la privatización es la que llamo “la privatización de los espíritus”. Para esto no fue necesaria prédica de dogma alguno o un programa de “penetración ideológica”, un lavado de cerebro o algo así. Se trató de un recurso tan sencillo como eficaz: modificar la práctica para transformar la ideología. Y para generar nuevas prácticas ni siquiera había que atacar los ideales. Estoy seguro que la gran mayoría de los profesores y las profesoras de la universidad están ciegamente convencidos de que defienden férreamente el ideal de una universidad Nacional con carácter público, participativo, y con autonomía universitaria; aunque en sus prácticas cotidianas estén, hace tiempo y sin darse cuenta, cooptados por la privatización y con una clara actitud privatizadora que se expresa en ese “sálvese quien pueda”, o en ese “yo cumplo con mis responsabilidades y no soy responsable de nada más”.
Para transformar las prácticas solo había que intervenir sobre el objeto. Si se trataba de hacer de la universidad un pastel para el mercado, lo más fácil para transformarla silenciosamente, era ofrecer una parte de la torta, una parte del objeto, a los profesores: el dispositivo que se instaló desde entonces, se podría sintetizar en un enunciado de este tipo: «usted, profesor, salga a buscar mercado, diseñe y venda (proyectos, posgrados, asesorías, peritajes, investigaciones, patentes, cursos, documentos, servicio de equipos, de infraestructura, etc.) y, de esas ventas un porcentaje grande quedará para la institución (autofinanciación —ya prácticamente la mitad del presupuesto de la Universidad Nacional surge de estos negocios—) y otro porcentaje, profesor, será bonificación para usted, más allá de su salario». Todo esto sin respetar ningún criterio académico —es memorable el caso de una investigación sobre el suicidio, contratada por alguna entidad, cuyo contrato se lo ganó, no psicología, ni psiquiatría, sino ¡la Facultad de Ingeniería! O cuando, ante el éxito de la venta de los cursos de inglés, del Centro de Idiomas del Departamento de Lenguas, de la Facultad de Ciencias Humanas, la de Economía quiso contratar por cuenta propia profesores de idiomas y abrirle competencia a esta lucrativa venta.
Instalado este dispositivo, lo demás, como modificar el Estatuto de Extensión para liberar los topes de los pagos de bonificaciones a los profesores y profesoras, fue pura carpintería. Participando así en el reparto del objeto, la independencia de un buen grupo de docentes quedó bastante menguada. Es cierto que no todos se han acogido a esta forma de trabajo y que quienes han visto aumentados considerablemente sus ingresos por esta vía, seguramente no son la mayoría, pero las Unidades Académicas entraron también en esa lógica; la venta de las especializaciones, maestrías y doctorados es un hecho. Esa Universidad de postgrado es ya totalmente privada, de modo que por más que se quiera, ningún profesor puede quedar al margen de esa lógica avasalladora. Uno tras otro se han sucedido los rectores y ninguno ha hecho nada para modificar este drástico viraje que se profundiza día tras día. Al contrarío, acogieron el modelo y lo han venido profundizando.
Si a los y las docentes se les calla llenándoles la boca con una tajada del reparto, la estrategia con los estudiantes fue la del endeudamiento: el sistema de créditos. La mejor manera de atrapar a un sujeto es hacerlo acreedor, que se trague el anzuelo de la deuda, que de allí no se podrá soltar. No bien acaban de pasar el umbral de la institución en la que supuestamente van a ser formados para la “mayoría de edad”, en el sentido que Kant daba a esta expresión, que para él implicaba “pensar por sí mismos”, y ya se les ha atrapado haciéndolos deudores de un paquete de créditos y negándoles la posibilidad de elegir la carrera, porque el Otro, encarnado en la institución, decide por ellos. Es una manera terrible de imponer su silencio, de pisotear sus derechos, de hacerles bajar la cabeza y obligarlos a plegarse hasta ese punto al deseo del Otro. ¿Cómo plantearme ante el Otro, si me descontará por cada palabra diferente que salga de mi boca, por cada repetición dislocada del saber oficial que me permita hacer … si el Otro da sus créditos, pero no da crédito a mi palabra?
Como estudiante debo estar entonces ocupado en defender “mi crédito”, porque la ilusión hace que vea como “mío”, como “mi crédito”, como “mi bolsa”, lo que no es más que la acreditación del Otro ante la voz del mercado que la requiere para exigir obediencia con ella. No en vano el precio que pagaron las universidades para hacerse presa de la economía, de la “apertura económica” y de la globalización fue la acreditación. Para eso se impuso al son de los TLC, para rebajar al conocimiento y a la educación, de derecho fundamental a mercancía transable, un negocio. ¿Cómo tasar (¿habrá que escribirla con “z”?) esos bienes otrora intangibles, invaluables? Este nuevo “patrón de medida”, los créditos, facilita la reducción a mercancía y la venta de esos bienes. Programas, cursos, artículos, patentes, revistas, estudiantes, profesores y universidades… todos tienen adosado su código de barras que los “acredita”, que les fija un valor y que supuestamente facilita su circulación (acceso o no a las bases de datos, clasificaciones de indexación para revistas, índices de citaciones, sistemas de evaluación, ranking de uno y otro tipo, etc.). Ese “pase” para su circulación, supuestamente libre, en el supuesto “libre mercado” va de la mano con la imposición de un modelo de ciencia que no admite sino lo universal, que niega y excluye las diferencias. Pura y dura globalización. Creo que es a eso a lo que llaman ahora los funcionarios de la Universidad: “de talla mundial”, y otros, “sociedad del conocimiento”, confundiendo la necesidad de la circulación del saber, la crítica y los intercambios, con la prestancia para la venta de este como mercancía.
Así como se logró que el deseo de los estudiantes no cuente ni para elegir su carrera, a otro nivel, en esta forma de venta privatizada de la universidad, las preguntas sobre el carácter estratégico o sobre la pertinencia de uno u otro saber, de uno u otro proyecto, de una u otra investigación, sobre las necesidades de la sociedad más allá de las exigencias del mercado, no son tenidas en cuenta. Muchos saberes o prácticas importantes para la sociedad no son rentables, o no son “universales”, son “saberes locales” o saberes inútiles para el mercado. El carácter público de la universidad permitía la protección de esos saberes más allá de los intereses privados. Pero es claro que ese espacio de protección, de garantía mínima de supervivencia y circulación se pierde al privatizar la universidad, así como desapareció una gran parte de la extensión que no produce dinero, por la que no se cobra en pesos contantes y sonantes, esa que no paga. Y si no paga, no hay caso, porque hoy en día no se trata de ser pilo porque sea bueno ser pilo o porque simplemente se desee ser pilo, sino que hay que ser pilo porque “ser pilo… paga”; y como en la lógica mafiosa, en este nuevo modelo de educación “todo el mundo tiene su precio”, cada uno tiene su acreditación.
No hay necesidad de suponer que esta estrategia de privatización requirió de un ideólogo o de alguna especie de “complot” (aunque obviamente tiene destacados defensores aquí y allá y diseños impuestos desde la banca mundial a nuestros gobiernos), sino que va de suyo, va en el espíritu de la época y en las formas del mercado: es un sistema, o mejor, un discurso, como lo llama el psicoanálisis, es decir una forma particular de hacer lazo, de relacionarse con los otros y con el objeto en disputa.
Parte de la eficacia de esa forma de echar el lazo al sujeto se basa en darle de comer al monstruo de nuestro narcisismo. Mientras que la autonomía universitaria (o incluso aquella según la cual podríamos elegir libremente y de manera ilustrada), es atropellada con la privatización, sin embargo, la ilusión es la contraria: en este sistema privatizado creemos que somos absolutamente autónomos, independientes, libres y poderosos en nuestra soledad. Sociedad de individuos… sin sujetos. La paradoja es que el discurso imperante, a pesar de ser discurso no hace lazo, sino que lo interfiere; entonces, el individualismo campea: cada uno aislado, refugiado en una ilusoria omnipotencia, buscando su paga por ser pilo, cada profesor escribiendo para generar puntos que se traduzcan en bonificaciones y acreditaciones o velando por sus proyectos, de espaldas al proyecto global y colectivo que es la misma universidad en su conjunto, o el país. Cada unidad académica aislada en su rebusque, cada facultad salvándose como puede. Todos de espaldas a la comunidad, de espaldas al país. La indiferencia se pavonea, la privatización avanza […] El lugar externo a la universidad ya está adentro.”